sábado, 9 de julio de 2011

Malos tiempos para nuestra prole



De niño no fui buen estudiante. De joven tampoco. Al cumplir veinte años, tras fracasar en la carrera que no se por qué elegí; al tiempo que hice la mili, decidí estudiar lo que me gustaba. Entonces aprendí a estudiar, a disfrutar aprendiendo, a saber lo que es una matrícula y la gozada de conseguirla.

Cuando descubres que no eres tonto, estudias con avaricia, no te conformas con cualquier nota. Cuando aprendes que el éxito va precedido del orden, la disciplina y el gusto por el trabajo bien hecho, ya no hay nada que se te ponga por delante.

La historia se repite. Mi hijo parece llevar los mismos pasos que yo. Y de nada vale mi experiencia. Sin embargo, para entonces ya tenía a mis espaldas diez años de vida laboral a las órdenes de mi padre. Trabajo sin remunerar, pero trabajo que ayuda a valorar las cosas en su justo término, que forja el carácter y curte el espíritu.

Recuerdo que cuando mis amigos se iban al cine, la tarde de algún domingo -aún no había televisión- tenía que ayudar a mi padre a sacar la fruta de la cámara frigorífica a la tienda. Los suspiros de impotencia aún no los he olvidado, pero sé que estos me hicieron fuerte para afrontar posteriores reveses de la vida.

Hoy las cosas están mucho más jodidas: no hay trabajo ni expectativas. La competitividad en cualquier ámbito es brutal. Mi hijo aún no se ha enterado que no basta con aprobar. Al final el mercado de trabajo, como la montaña, pone a cada uno en su sitio. Los más fuertes, astutos y preparados llegan los primeros a la cima, y el resto van llegando como pueden, situándose a media ladera donde les dejan. Otros desisten y se quedan por el camino. Y aunque el guía te aconseja y anima, la montaña como el puesto de trabajo tienes que conquistarlo tú.

El futuro es realmente incierto porque están cambiando los escenarios y las reglas del juego. Nuestros hijos, no tendrán nuestra calidad de vida. Al menos como la hemos entendido, con un trabajo estable medio bien remunerado que te permita unas vacaciones, una segunda casa en la playa o campo, algún viaje...etc. Pero es que, debemos plantearnos si es sostenible dicho ritmo de vida. No si nosotros lo podemos pagar, sino cuanto tiempo el planeta lo podrá soportar. Por ello creo que el mejor legado que podemos dejarles es su educación, por más que les cueste a ellos y a nosotros. 

Pero no sólo una formación instrumentalista basada en el domino de unas técnicas al servicio del empleador, sino educación en el amplio sentido de la palabra. Educación en valores con los que aprendan a enfrentarse la vida y adaptarse al medio sin que este les fagocite o les expulse. No les deseo la felicidad del canario en su jaula de oro, ni la libertad del perro tirado en la carretera. Ambas son una falacia.

Los avances históricos suceden en forma de evolución y revolución. Estos se escriben con crisis y retrocesos, para posteriormente resurgir de las cenizas. Lamentablemente, a esta crisis aún le queda mucha leña por arder, su fin se vislumbra lejano. A mis hijos se les pasa el arroz  y veo que llegan a la treintena sin un proyecto de vida. Si no emigran a buscarse la vida por el mundo, estoy planteándome si ampliar la casa o irme de alquiler.

1 comentario:

  1. Lo que dices me hace reflexionar también sobre mis hijos. Uno mayor y una menor en edad, un "niño" y una adulta. Mientras ella ya ha vivido dos años en dos países distintos, a él me lo veo en casa per secula seculorum; con un plato de comida y un ordenador es "feliz" y no ve más allá de su nariz. Triste porvenir le espera si no reacciona a tiempo. No lo hemos acostumbrado al esfuerzo y sacrificio, que no es nada malo, al cortrario, forja a las personas. Tener frustraciones y asimilarlas nos ayuda a valorar todo lo bueno y disfrutar de los éxitos batallados.

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