Una de las cosas más maravillosas del mundo es ponerte las botas o subirte a la bici y saber
que tienes todo un día y un camino por
delante a la espera de que lo descubras.
La semana de antes has estado preparando a conciencia la
ruta, estudiando cada curva del mapa, como si fueras a recorrer el Amazonas y tu
vida dependiera de ello. Sin embargo,
cuando llega el día D, resulta que no es el Amazonas, sino el río Segura y que
lo planificado sí, pero no, porque muy a menudo te ocurre como a los perros, que
les gusta husmearlo todo, no vaya a ser que esa senda que te dejas sin fisgar,
tenga el rincón precioso, el más bonito de la excursión, y fastidiaría pasar a
dos metros de él sin percatarte.
Total que si lo previsto es hacer quince kilómetros,
terminas recorriendo treinta o cuarenta. Y es que esto es como una droga, cuando
más caminas, más quieres. Siempre terminas el día queriendo ir un poquito más
allá. Hasta que la caída del sol pone el
punto y final a la aventura.
El otro placer, es la soledad buscada. El ir
ensimismado en tus pensamientos, el no hablar más que cuando por casualidad te
encuentras con algún lugareño y te apetece entablarle conversación. Esos
momentos de reencuentro con uno mismo, son la leche.
Y es que a estas alturas de la vida, el descubrir nuevos caminos con la única compañía de tu sombra, hace que seas el hombre más feliz
de Cartagena y Comarca… por lo menos.
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