martes, 30 de octubre de 2012

Cementerio de Santa Lucía






Los hombres son los únicos seres vivos que entierran a sus muertos


Llevamos repitiendo este ritual desde la noche de los tiempos. Nuestras vidas están condicionadas por la creencia en otra vida más allá de esta. Fenómeno universal presente en todas las religiones, que viene a mostrar nuestra incapacidad para aceptar la muerte como el definitivo final de nuestra existencia.

El día 1 de noviembre se conmemora la festividad de Todos los Santos, vestigio de nuestras costumbres más ancestrales, reflejo de un desesperado afán por retener la memoria de los seres queridos, de perpetuar en la muerte el status social mantenido en vida, mediante los sepulcros, las inscripciones y las imágenes que recuerden el nombre y clase social del difunto. Gracias a ello,  la arquitectura, la escultura, la pintura y en definitiva el arte, se da la mano con la muerte.

No por Todos los  Santos visito la tumba de mi padre. No necesito hacerlo para reencontrarme con él. Está en mi pensamiento y mis actos. Sin embargo cada año, sí que regreso al Cementerio de Santa Lucía, donde no tengo ningún muerto. Lo hago como mero espectador, sin la congoja de la pérdida reciente de un ser querido, y una vez que todos han honrado la memoria de sus difuntos y cumplido el ritual floral, paseo disfrutando del arte Modernista, rememorando la historia de tantos insignes cartageneros, y comprobando cómo su trazado inspirado en  la “ciudad ideal” diseñada por Vitruvio, no es más que un reflejo de la Cartagena de los vivos, donde las calles centrales tienen los edificios más bonitos en los que residen las clases más pudientes. 

Estas incursiones en campo santo me sirven para valorar en su justa medida lo que tengo y lo que soy. Gracias a ello no me importará dar con mis huesos en una calle del perímetro, alejada de los panteones de las familias Aguirre, Crespo, Dorda, Celestino Martínez y Martinez Muñoz, o de  las esculturas de las familias B. Meca y de J. Álvarez del Valle, realmente espectaculares.

Cuando finalizo la visita, tengo la agradable sensación de haberla realizado por mi propio pie, con billete de ida y vuelta,  y no con ellos por delante.


miércoles, 26 de septiembre de 2012

Viaje por El Mundo


Ayer realizamos una preciosa excursión por un cañón del río Mundo, entre Los Cárcavos y el Cortijo de Los Luisos. Cortijo en ruinas, donde esta señora vivió su juventud  y  dio a luz  a tres de sus cuatro hijos.  

Comentaba que de joven, los domingos iba a galantear a uno de los cuatro cortijos que había en la zona, San Martín, El Avellano, Los Luisos o Los Cárcavos. Allí se reunían todos los jóvenes y lógicamente, lo hacía caminando sus diez o doce kilómetros entre la ida y la vuelta, con sus 400 metros de desnivel acumulado, por unas sendas increíbles, con un trazado zigzagueante que asciende las paredes verticales del Cañón del Mundo, como si de una escalera de caracol se tratase.

Cuenta la señora que de mayor, en cuanto oía tronar, rápidamente salía de casa con sus hijos,  y con lo puesto subían a una cueva en lo alto de las paredes del cañón.

Uno de sus hijos nos contó que con ocho años, cuando se hallaba guardando el rebaño de ovejas, oyó un estruendo enorme, salió monte arriba corriendo con el rebaño, salvándose de la tromba de agua que venía con mas de siete metros de altura río abajo, que suele producirse por la gota fría al final del verano. 

Desgraciadamente los cortijos del Avedaño y Los Luisos, hoy son ruinas. Una riada en el año 1945 los arrasó. Sus habitantes emigraron y este maravilloso lugar afortunadamente lo ha colonizado la vegetación salvaje y no el hombre.

 Al fondo del valle, se aprecian las ruinas del cortijo

Este otoño, cuando los chopos reflejen el amarillo fuego  de sus hojas, lo visitaremos.
Deseando estoy, que llegue el día.

lunes, 3 de septiembre de 2012

Senderismo por La Marina de Cope


No soy creyente, lo digo con todo respeto para quienes sí lo son. Sin embargo, ciertas reminiscencias del pasado remoto afloraron este fin de semana, no sé si por la grandiosidad de los paisajes, por la buena compañía o por un cierto alucine al combinar estos elementos con el agua fresquita y el intenso calor del medio día.



Sea como fuere, el caso es que me dio por cantar reiteradamente el Cantemos al amor de los amores. Al principio la cosa no pasó de la mera anécdota, pero  al finalizar la tarde, hartos unos, indignados otros, suplicaban o exigían sagrado silencio. Yo lo intentaba, pero es como si una fuerza interior moviera mis cuerdas vocales. ¡No me podía resistir! ¿No os ha pasado eso de tararear una canción y no ver  forma de dejar de hacerlo?  Así que casi finalizando la excursión, en la playa de Calnegre,  me arrearon algún que otro bastonazo en la mochila, inquiriéndome silencio a toda costa.  No tuve más remedio que salir corriendo, adelantando  a todos y una vez en lo más alto de la montaña, me volví hacia ellos como si de un nuevo Mesías se tratara, y voz en grito les canté “Señor perdona a tu pueblo, perdónale señor”.

Nueve horas de ruta dan mucho de sí, y tarareamos la chica yeyé y tantos éxitos conocidos.  Tras el baño en playa de Percheles, recordé Mi Ovejita Lucera, no tan conocida pero muy divertida.

La excursión del sábado no fue épica ni nada por el estilo, pero algo sufrimos. Unos por  la escasez de agua, otros por las cuestas del Siscar, otros con las plantas de los pies recalentadas… en fin, qué os voy a contar que no sepáis.

El mejor gesto, el de Jóse. Se adelantó corriendo desde la Cala de las Mujeres hasta la de Calnegre, y regresó con dos botellas de agua fresquita. Se me saltaban las lágrimas al ver las botellas perladas y las caras de los compañeros sedientos.

Mención aparte al gazpacho de Inma y el licor de café de Cari. GRACIAS y FELICIDADES.

A veces la vida te regala  fines de semana  intensamente vividos, por el entorno, por la compañía, por qué se yo. Confieso que los días 1 y 2 de septiembre, he vivido.

lunes, 27 de febrero de 2012

La Sagra. Donde todo empieza


Desde que la ascendí por primera vez, La Sagra es para mí, una montaña mágica, quizás sagrada. Porque me atrae con tal magnetismo, que como devoto feligrés, acudo todos los años a su encuentro. Y por más veces que regreso a ella, cada año su ascenso es  singular y apasionante, único e irrepetible. Quizás se deba a que yo no sea el mismo, o porque mis compañeros y sus circunstancias tampoco. Pero la atracción de esta montaña, es única.

La Sagra fue mi primera gran ascensión. Era muy joven. Inicié el viaje en una destartalada furgoneta a las cuatro de la madrugada. Fueron casi cinco horas de viaje, vía Lorca, La Paca, La puebla, por unas carreteras endiabladamente malas. El acceso hasta los Collados era por una pista pésima. No existía el hotel, sólo la casa abandonada. Conducía con guantes, pasamontañas y una manta tapándome las piernas, ya que la furgoneta no tenía calefacción y si muchas aberturas por las que se introducía el frío.

Inicié la ascensión to tieso parriba, sin un plan preconcebido. Tardé poco en dar con el aún desconocido "embudo,". Iba sólo, con tenis, sin mapa ni equipo. Ahora que lo escribo, pienso ¡qué atrevida es la ignorancia! y qué fuerzas te da la ilusión por algo en la juventud.

Tras una cómoda aproximación al ver los primeros farallones pensé, debe faltar poco. Pero cuando los sobrepasé,  me encontré con la enorme e inclinada pedrera del embudo. Me impresionó su pendiente. Inicié su ascenso  en la creencia que al final del mismo encontraría la cima. Lo hice resoplando ya que con las piedras sueltas subía dos pasos y descendía uno. Posteriormente descubriría vías más cómodas.

Cuando sobrepasé la dichosa pedrera, aluciné al comprobar que ¡allí no estaba la cumbre! Que había otra montaña más por encima mía. Un tanto acojonado por la magnitud de la montañita, proseguí, creyendo que esta vez sí, al llegar hasta donde alcanzaba mi vista, estaría la cumbre. Y No. La cima no estaba allí, pero si el collado desde donde ¡por fin! divisé el mojón en el horizonte.

Acostumbrado a subir los montes de Cartagena, la Sagra me pareció como haber subido tres Roldanes juntos. Y es que sin ser ninguna cosa del otro mundo, tiene su punto, ya que es la puerta de entrada a la alta montaña. No tanto por los 900 metros de desnivel a superar, como por tener que hacerlos a partir de los 1500 metros de altitud, ascendiendo hasta los casi dos mil cuatrocientos, y tener que superarlos en un trayecto de poco más de dos kilómetros.

En posteriores ocasiones, echaba carreras con los amigos en el descenso por la pedrera. La última vez que lo hice, en el 2006 salí volando literalmente. Eché la carrera con Antonio, actual Vocal de Carreras por Montaña. Cada vez que llegaba a su altura y parecía que le iba a adelantar, el tío aceleraba más. Viendo que se acababa la pedrera y este me ganaba, intenté el triple salto y ¡Por fín conseguí sobrepasarle! eso sí, volando literalmente, dando una voltereta de campana en el aire. Al pasarle de tal guisa, instintivamente intenté agarrarme a él, pero hizo un quiebro en plan Matrix y esquivó mis aterrorizadas manos. Recuerdo perfectamente el pánico en su mirada. Ahí tomé conciencia de la gravedad del vuelo que finalizó con un monumental testarazo del que la mochila me salvó. El saldo fue un cardenal en la pierna y un siete en el pantalón. Ahí terminó la carrera. Ganó él, por los puntos. Y afortunadamente, yo también gané, pero por los puntos que no me tuvieron que dar en la enfermería.

Estos últimos años, el reto no ha sido subir por esta o aquella vía, sino que la asciendan el mayor número de compañeros. Y cuando esto ocurre, aunque hayas realizado más de veinte ascensiones, conforme voy llegando a los Collados de la Sagra y veo el Embudo y la Pedrera con esa imponente vertical, pienso ¿por ahí vamos a subir y descender? Si parece una vertical suicida. Instintivamente trago saliva, gesto serio, los ojos como platos y una pequeña congoja ante el reto, son las señales que transmite mi organismo, al que se le acaban de encender todas las luces de alarma. Comienza la tensión justa y necesaria para la ascensión. La música de fito suena, Todo empieza cerca del final.

lunes, 23 de enero de 2012

Historias de infancia en Las Palas



La excursión del próximo domingo supone el regreso a mi pueblo, Las Palas. Donde cada esquina, cada árbol o las mismas palas de higos chumbos, tienen mil y unas historias vividas en la infancia y juventud. Un botón de muestra:
 
El chico “malo” o matón del pueblo, esperaba al salir de la escuela en la zona de la rambla escondido tras las chumberas, y me atracaba literalmente navaja en mano, quitándome los lápices de colores y demás cosas chulas que llevaba en mi flamante plumier de madera ¡de dos pisos! Nunca lo denuncié a mis padres. No se aun por qué. 

Pero un día, descubrimos que éramos varias las víctimas de su tiranía, y liderados por Andrés Liarte, el otro grandullón de su misma edad, nos enfrentamos y le dimos una paliza, quitándole las alpargatas. Unas zapatillas más o menos parecidas a lo que ahora llamamos tenis pero sin suela Vibran ni ná de ná. Se las colgamos en la rama más alta de un eucalipto junto a la carretera de Mazarrón. 

Tanto trabajo nos costó colgarlas, que allí se quedaron para siempre. Y como el "matón" las veía todos los días camino de la escuela; le daba sentimiento y más aun a su familia ya que en aquellos tiempos se compraba el calzado cada dos o tres años. Así que su abuela vino a darle las quejas a mi padre, reclamándole unas nuevas, y este al final se enteró de la historia.
 
Este individuo era un ave de rapiña, cuando nos íbamos a poner trampas y cazar pájaros, una vez conseguidos estos, aparecía y nos los quitaba. Y si me veía metido en una balsa, cogiendo peces, cuando había terminado la faena, me amenazaba con decirle a mi padre que me había metido en la balsa, y chantajeado no tenía más remedio que entregarle mi preciado tesoro de "pescaos" como les llamábamos a las carpas de colores.
Así que de mayor, supongo que como fruto de esta frustración, me hinché a montar acuarios por toda mi casa.

La historia se repite, y el oprimido se convierte en opresor: Con trece años, era yo el que gastaba las bromas al  personal, aunque en alguna ocasión salí escaldado. Recuerdo que cogimos una serpiente viva, se la enrollamos al cuello del enclenque empollón de la clase, uno tiraba de la cola y otro de la cabeza, y el pobre chico intentando zafarse del collar que le habíamos puesto y del que tirábamos como posesos. La serpiente soplaba y el chico nos insultaba medio histérico. Todo terminó partiendo la serpiente en dos, y él con la cara y ropa llenas de sangre. No éramos crueles. Sólo críos bestias, con las hormonas en plena ebullición, que no pensábamos dos veces las maldades que se nos ocurrían. Sólo las hacíamos…

En otra ocasión, me planté to chulo, delante del tío de Belén, nuestra tesorera. Un niño timorato, que cogió una piedra y me dijo con voz temblorosa: “Como me hagas…no se qué, te tiro la piedra”. Me fui pa él y estando a un paso suyo le dije: ¡No ties cojones tú pa tirarme la piedra!  Acto seguido, como el que clava una alcayata en la pared, dijo “¡toma!” y me abrió una brecha en la ceja con la piedrecita. Dolió más en el amor propio, que los puntos de sutura que me dio don Pedro el practicante. Gracias a Paquito el de la Sastresa, aprendí una lección de humildad para toda mi vida. Se acabaron las bravuconadas. La cicatriz en la ceja, se encarga de recordármelo cada vez que me miro al espejo.

Siendo más niño, recuerdo que jugando al fútbol en la plaza del pueblo, un anciano quisquilloso, sacó la navaja y nos amenazó a grito pelao con rajar el balón si no dejábamos de dar pelotazos. Creo que le habíamos jodido la siesta. Estaba a unos veinte metros amenazando con rajarnos la pelota, en eso que me llega el balón y sin pensarlo le pego una patada con toda el alma, con la intención de darle un balonazo o un susto, con tan mala fortuna que el balón fue a a dar en la misma punta de la navaja, cerrándose esta y dándole un corte en los dedos, los cuales manaban sangre como el cuello de un cerdo en su matanza. La bronca que se llevó el pobre abuelo fue de órdago. El resto de adultos nunca supieron como ocurrió, creyendo que el tío Andrés se puso a pinchar el balón asiéndolo con sus manos. Y por más explicaciones que este daba no le creían. 

¡Dios! confío que cuando llegue a viejo, alguien me crea, por inverosímil que parezca mi versión.

En otra ocasión, bajé a la calle mayor con mis recién estrenados patines y a un mozalbete mayor que yo, no se le ocurre otra cosa que decirme que me agarre  por detrás a su moto Rieju, cosa que hice ipsofacto. Mete primera y la sensación de velocidad genial. Segunda y alucino. Cuando pasa a tercera veo que va muy deprisa para las ruedas tan pequeñas de mis patines. No tuve tiempo de más. Cuando iba lanzado a toda velocidad, aparecieron los socavones que tenía la carretera a la altura de las "Casas del Real", las ruedas se frenaron en seco y yo salí volando.
La hostia fue impresionante. Rodillas, manos y codos desollados y ensangrentados. Un diente partido, pero eso para mi era lo de menos. Mi preocupación eran ¡los dos sietes que le había hecho a los pantalones!
¿Cómo se lo explicaba yo a mi madre? 
¡Señor! Cuantos problemas tenía de pequeño.
 
Así que ahora, cuando veo a Ángel Tomás Perea correteando delante y detrás de mí en las excursiones, se me cae la baba a la vez que pienso, ¡qué gran guía de montaña va a ser!