lunes, 23 de enero de 2012

Historias de infancia en Las Palas



La excursión del próximo domingo supone el regreso a mi pueblo, Las Palas. Donde cada esquina, cada árbol o las mismas palas de higos chumbos, tienen mil y unas historias vividas en la infancia y juventud. Un botón de muestra:
 
El chico “malo” o matón del pueblo, esperaba al salir de la escuela en la zona de la rambla escondido tras las chumberas, y me atracaba literalmente navaja en mano, quitándome los lápices de colores y demás cosas chulas que llevaba en mi flamante plumier de madera ¡de dos pisos! Nunca lo denuncié a mis padres. No se aun por qué. 

Pero un día, descubrimos que éramos varias las víctimas de su tiranía, y liderados por Andrés Liarte, el otro grandullón de su misma edad, nos enfrentamos y le dimos una paliza, quitándole las alpargatas. Unas zapatillas más o menos parecidas a lo que ahora llamamos tenis pero sin suela Vibran ni ná de ná. Se las colgamos en la rama más alta de un eucalipto junto a la carretera de Mazarrón. 

Tanto trabajo nos costó colgarlas, que allí se quedaron para siempre. Y como el "matón" las veía todos los días camino de la escuela; le daba sentimiento y más aun a su familia ya que en aquellos tiempos se compraba el calzado cada dos o tres años. Así que su abuela vino a darle las quejas a mi padre, reclamándole unas nuevas, y este al final se enteró de la historia.
 
Este individuo era un ave de rapiña, cuando nos íbamos a poner trampas y cazar pájaros, una vez conseguidos estos, aparecía y nos los quitaba. Y si me veía metido en una balsa, cogiendo peces, cuando había terminado la faena, me amenazaba con decirle a mi padre que me había metido en la balsa, y chantajeado no tenía más remedio que entregarle mi preciado tesoro de "pescaos" como les llamábamos a las carpas de colores.
Así que de mayor, supongo que como fruto de esta frustración, me hinché a montar acuarios por toda mi casa.

La historia se repite, y el oprimido se convierte en opresor: Con trece años, era yo el que gastaba las bromas al  personal, aunque en alguna ocasión salí escaldado. Recuerdo que cogimos una serpiente viva, se la enrollamos al cuello del enclenque empollón de la clase, uno tiraba de la cola y otro de la cabeza, y el pobre chico intentando zafarse del collar que le habíamos puesto y del que tirábamos como posesos. La serpiente soplaba y el chico nos insultaba medio histérico. Todo terminó partiendo la serpiente en dos, y él con la cara y ropa llenas de sangre. No éramos crueles. Sólo críos bestias, con las hormonas en plena ebullición, que no pensábamos dos veces las maldades que se nos ocurrían. Sólo las hacíamos…

En otra ocasión, me planté to chulo, delante del tío de Belén, nuestra tesorera. Un niño timorato, que cogió una piedra y me dijo con voz temblorosa: “Como me hagas…no se qué, te tiro la piedra”. Me fui pa él y estando a un paso suyo le dije: ¡No ties cojones tú pa tirarme la piedra!  Acto seguido, como el que clava una alcayata en la pared, dijo “¡toma!” y me abrió una brecha en la ceja con la piedrecita. Dolió más en el amor propio, que los puntos de sutura que me dio don Pedro el practicante. Gracias a Paquito el de la Sastresa, aprendí una lección de humildad para toda mi vida. Se acabaron las bravuconadas. La cicatriz en la ceja, se encarga de recordármelo cada vez que me miro al espejo.

Siendo más niño, recuerdo que jugando al fútbol en la plaza del pueblo, un anciano quisquilloso, sacó la navaja y nos amenazó a grito pelao con rajar el balón si no dejábamos de dar pelotazos. Creo que le habíamos jodido la siesta. Estaba a unos veinte metros amenazando con rajarnos la pelota, en eso que me llega el balón y sin pensarlo le pego una patada con toda el alma, con la intención de darle un balonazo o un susto, con tan mala fortuna que el balón fue a a dar en la misma punta de la navaja, cerrándose esta y dándole un corte en los dedos, los cuales manaban sangre como el cuello de un cerdo en su matanza. La bronca que se llevó el pobre abuelo fue de órdago. El resto de adultos nunca supieron como ocurrió, creyendo que el tío Andrés se puso a pinchar el balón asiéndolo con sus manos. Y por más explicaciones que este daba no le creían. 

¡Dios! confío que cuando llegue a viejo, alguien me crea, por inverosímil que parezca mi versión.

En otra ocasión, bajé a la calle mayor con mis recién estrenados patines y a un mozalbete mayor que yo, no se le ocurre otra cosa que decirme que me agarre  por detrás a su moto Rieju, cosa que hice ipsofacto. Mete primera y la sensación de velocidad genial. Segunda y alucino. Cuando pasa a tercera veo que va muy deprisa para las ruedas tan pequeñas de mis patines. No tuve tiempo de más. Cuando iba lanzado a toda velocidad, aparecieron los socavones que tenía la carretera a la altura de las "Casas del Real", las ruedas se frenaron en seco y yo salí volando.
La hostia fue impresionante. Rodillas, manos y codos desollados y ensangrentados. Un diente partido, pero eso para mi era lo de menos. Mi preocupación eran ¡los dos sietes que le había hecho a los pantalones!
¿Cómo se lo explicaba yo a mi madre? 
¡Señor! Cuantos problemas tenía de pequeño.
 
Así que ahora, cuando veo a Ángel Tomás Perea correteando delante y detrás de mí en las excursiones, se me cae la baba a la vez que pienso, ¡qué gran guía de montaña va a ser!