domingo, 17 de julio de 2011

Cosas que hacen que la vida valga la pena. La Bici




La bicicleta ha marcado mi vida. Recuerdo que con tres o cuatro años regalaron a mi hermana un nuevo triciclo mucho más bonito que el mío. Anduve toda la mañana delante y detrás de ella a ver si me lo dejaba probar. Viendo que no había forma, se lo arrebaté en un descuido. La foto refleja esa huida, consentida por mi madre cámara en mano, y a mi hermana Pilar llorando tras de mi. Ese corto paseo, fue una pasada.

Aprendí a montar en una enorme bici de recovero. En ella me dejaba caer cuesta abajo, empujándola con un pie y apoyando el otro sobre el pedal; hasta que un día, no se cómo, se me ocurrió sentarme en el cuadro y menuda sorpresa ¡No me caía! Ese momento fue maravilloso, único, irrepetible.



La bici era tan grande que desde el sillín no llegaba a los pedales, por lo que mi trasero iba sobre la barra del cuadro. Además, como tenía rotos los frenos, reducía la velocidad pegando la suela del zapato a la rueda trasera, consiguiendo más adelante derrapes y cabriolas espectaculares, con algún que otro revolcón, todo sea dicho.

A los once años me compraron una Orbea Cadete color granate, nuevecita flamante y a mi medida. Con ella recorrí diariamente los nueve kilómetros que separan las Palas de la Pinilla para ir a la escuela. Entonces, las carreteras eran pistas empedradas y cuando llovía los surcos de la misma parecían arroyos, llegando en ocasiones al extremo que la carretera no se veía.

A mitad de camino paraba a beber agua en una boquera de tierra frente a la casa de la Grilla, lugar donde perdí uno de los guantes de piel recién comprados en almacenes Lepanto. Para evitar la reprimenda, lo oculté a mis padres, así que me pasé todo el invierno conduciendo la bici con una sola mano, para que la otra no se helara.

Al regreso de la escuela, tras la comida aprovechaba el poco tiempo libre que tenía para ascender hasta la Cuesta de los Ruices y dejarme caer hasta Tallante. La gozada de descender a to trapo, trazando las curvas y  por carretera asfaltada, es indescriptible.
Choca ver como  antes buscábamos el asfalto, mientras que ahora huimos del mismo.

Tras la adolescencia  llegaron las chicas, el fútbol y la montaña; así que abandoné la bici hasta la treintena que me regalaron una de montaña. Gordo y fofo pretendí emular viejas glorias. Sin premeditación me piqué con Nacho un amigo de mi hijo, descendiendo temerariamente desde Tentegorra hasta el PRYCA, sorteando a una velocidad endiablada los pinos del circuito “Colacao”. Ganó él, por muy poco. De regreso a casa, intente saltar una zanja, tal como anteriormente había visto hacerlo a dos jóvenes. Tomé velocidad y al llegar a la misma, la rueda delantera no ascendió, se clavó y salí volando por encima del manillar aterrizando con la frente y nariz que arrastré por el suelo. Fueron décimas de segundo, noté perfectamente cómo arrastraba la cara por el suelo, sabía que estaba jodido y que no había vuelta atrás. Entonces descubrí que son ciertas "las estrellitas" que dibujan en los tebeos representando el estado de shock. Tras la recuperación, no regresaron las ganas de subir en bici.

Tuvo que ocurrir otro accidente para volver a coger la bici. Sin poder caminar, la bici fue la solución para realizar excursiones a la vez que cambiar el estilo de vida en la ciudad. Pero esa es otra historia, que titularé: Confirmado, eres gilipollas.

Así que a pesar de los diversos incidentes y accidentes, montar en bici, para mi, ha sido y es una de las cosas que hacen que la vida valga la pena.


No hay comentarios:

Publicar un comentario